La elección del Poder Judicial de la Federación, celebrada ayer, fue un momento clave en la vida pública del país. Se habló de renovación, de justicia al alcance del pueblo, de ponerle fin al elitismo judicial. Sin embargo, hubo algo que brilló por su ausencia en todo este proceso: la tecnología al servicio de la ciudadanía.
Y no nos referimos a los sistemas administrativos o expedientes digitales que ya existen en los tribunales. Nos referimos a la tecnología entendida como una herramienta de participación, vigilancia y transparencia democrática. Porque si algo quedó claro después de esta elección, es que aunque el discurso hable de “pueblo”, las decisiones se siguen tomando lejos de la vista de la gente. Y eso, en pleno 2025, ya no es una limitación técnica: es una decisión política.
¿Y si hubiéramos podido vigilar el proceso?
Imaginemos un escenario distinto. Uno donde, desde semanas antes de la elección, los perfiles de los aspirantes se publicaran en una plataforma abierta: con sus trayectorias, sentencias relevantes, patrimonio, posibles conflictos de interés y relaciones con actores políticos.
Imaginemos que esa plataforma nos permitiera comparar perfiles, hacer preguntas directas, cruzar datos con bases públicas, e incluso recibir alertas si algo no cuadra. Todo eso es posible hoy, y muchas organizaciones de la sociedad civil en otros países ya lo hacen. En México, sin embargo, seguimos confiando más en los acuerdos tras bambalinas que en la tecnología ciudadana.
Uno de los grandes problemas de este proceso fue la opacidad. Poco supimos sobre cómo se definieron las ternas, qué criterios se usaron para evaluarlas, o por qué se eligió a ciertos perfiles por encima de otros. Se habló de meritocracia, pero sin datos concretos, todo se reduce a narrativa.
Aquí, la tecnología pudo haber sido una gran aliada. Tuvimos la oportunidad de contar con tableros públicos que mostraran el avance del proceso, los criterios de evaluación, las sesiones grabadas, y hasta herramientas para que medios y ciudadanos independientes pudieran auditar en tiempo real las votaciones. Nada de eso ocurrió, y cuando no hay transparencia, lo que queda es la sospecha.
La participación también pudo ser digital
Otra gran ausencia fue la participación ciudadana. Aunque muchas personas opinaron en redes, no existió ningún canal oficial ni independiente que nos permitiera expresar nuestras inquietudes de manera estructurada.
Pudimos haber tenido foros digitales abiertos, encuestas verificadas, espacios de diálogo con expertos, o incluso un simulador donde la ciudadanía identificara qué perfil judicial se alineaba más con sus valores o preocupaciones. Eso habría acercado el proceso a más sectores, especialmente a jóvenes que viven la política desde lo digital.
¿Dónde quedó la escucha digital?
Las redes sociales estuvieron llenas de análisis, dudas, indignación y hasta humor político. Pero todo ese ruido no fue canalizado hacia ningún mecanismo institucional de escucha activa.
Hoy existen algoritmos capaces de detectar tendencias ciudadanas, agrupar demandas sociales y traducirlas en insumos útiles para quienes toman decisiones. Si realmente queremos incluir a la sociedad, no basta con estar en redes: hay que saber escucharlas y actuar en consecuencia.
El futuro exige voluntad, no solo Wi-Fi
La tecnología no es una varita mágica, y no sustituye el debate político ni las decisiones complejas. Pero puede y debe ser una herramienta para abrir procesos, informar mejor y reducir el margen de manipulación, opacidad o clientelismo. No se trata de tecnificar la justicia, sino de democratizarla con ayuda de la tecnología.
Lo que vimos ayer fue una oportunidad perdida. Pero también una lección. Si de verdad queremos un sistema judicial más legítimo, no basta con cambiar quién elige a quién. Tenemos que transformar cómo se elige, con qué información, con qué participación, y con qué vigilancia.
La tecnología ya está lista. La pregunta es: ¿lo estamos nosotros también?
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